América latina posee la nada honorable distinción como la región más desigual del mundo. Tras
200 años de su independencia, nuestra situación no mejora, y representa todavía
un fracaso en el nivel económico y una gran decepción en el aspecto político.
La pobreza, la exclusión, la falta de educación y el dominio de un imperio no
han podido ser contrarrestadas por la apertura comercial, alternancia política
ni por la hegemonía del clero católico.
La región se ha rezagado en ser
productora principalmente de productos primarios con poco valor agregado. La
falta de innovación y producción científica
y tecnológica en la región, la tienen estancada en el tercer mundo. El
arribo de la globalización, no ha parecido ser el antídoto correcto para la
miseria y el rezago. Nuevos líderes políticos de izquierda han surgido en los
diferentes países de la región, y a través de sus políticas han decidido
ponerle freno a un fenómeno que acusan de depredador, hegemónico y dirigido por
los grandes centros financieros del mundo (FMI, BM, OEA etc.).
Hay elementos para concebir la
globalización como una oportunidad para un desarrollo más equilibrado para los
países tercermundistas. Resucitar el modelo cerrado Estado-Nación resulta
inviable; sobre todo a estas alturas de nuestra historia. Pero también es
necesario analizar las contrapartes de una globalización mal encausada y
desatada a las fuerzas de un libre mercado generador de mayor concentración y
desigualdad.
La globalización es la forma más
salvaje de capitalismo que lleva la mundialización principalmente en beneficio
de las corporaciones multinacionales. El poder financiero se ha posicionado por
encima del poder político y social. Ahora el mercado gobierna y el gobierno
gestiona.
En nuestras sociedades
desorientadas. Según una reciente encuesta de opinión, el 64% de las personas
interrogadas estimaba “que son los mercados financieros los que tienen más
poder hoy en Francia”, por delante de los “políticos” (52%) y de los “medios de
comunicación” (50%) (Ramonet, 2004).
El poder político ha favorecido
durante los últimos dos decenios al libre flujo de capitales y a
privatizaciones masivas. El Estado se desentiende sus funciones sociales y deja
en manos de la iniciativa privada responsabilidades como la salud, educación,
trabajo, empleo, inversiones, jubilación, pensiones, cultura y protección del
medio ambiente. Por tal motivo, según la más reciente cifra del Banco Mundial,
de las doscientas primeras economías del mundo, más de la mitad no son países
sino empresas.
En los años setenta el número de
sociedades multinacionales no pasaba de unos centenares; hoy sobrepasa las
40.000. Y si se considera la cifra de negocios global de las 200 principales
empresas del planeta, su monto representa más de un cuarto de la actividad
económica mundial; sin embargo, estas 200 firmas emplean menos del 0.75% de la
mano de obra planetaria (Romanet, 2004).
La globalización es la expansión
ideológica de la apertura financiera y el libre mercado y con esto, la
inserción forzada de las sociedades en el proceso homogeneizador del capital.
Es la estandarización mundial de la idea de que el mercado por si solo
solucionara todos los problemas de las clases sociales y distribuirá con
equidad las ganancias producidas por la economía real.
En nuestro planeta la quinta parte
más rica de la población dispone del 80% de los recursos, mientras que la
quinta más pobre solo dispone de menos del 0.5%.
Optamos aquí por la tesis de Emilio
Maspero (AUNA, 1999) al distinguir la globalización y mundialización. “El neoliberalismo
que está en la base doctrinal de la globalización, ha demostrado con creces que
tiene una dinámica perversa, ya que su aplicación práctica inevitablemente
concentra y excluye, generando una especie de darwinismo social implacable y
que ahora impacta toda la humanidad. Una muestra de la hiperconcentración de la
riqueza y de las finanzas la hizo el informe de PNDU… (De la ONU, del año
1997), cuando demostró que unos 358
individuos disponen de más recursos que casi la mitad de la población del mundo”
(Maspero, AUNA, 1999).
El enriquecimiento de una clase
dominante es lo que impulsa a la globalización a expandirse a nivel mundial.
Nunca los dueños del planeta han sido tan pocos ni tan poderosos. Estos grupos
están situados en la triada- USA, Europa y Japón-, y la mitad de ellos está
radicado en Estados Unidos. Dueños de grandes firmas multinacionales,
corporaciones e instituciones financieras mundiales, revitalizan el fenómeno
globalizador a costa de su beneficio. Como si el crecimiento de empresarios y
comerciantes fuera a traer de manera automática el mejoramiento de nivel de
vida a la población en general. La respuesta a los problemas sociales se deja a
la mano invisible del mercado, mientras que se sigue consolidando el núcleo de
la tripolaridad geoeconómica mundial, que se reparte el 71.9% del producto
grupo global del planeta: La unión Europea (29.3%), Estados Unidos (25.2%) y
Japón (17.4%), según datos del financial times (2-IX-1989).
México es un claro ejemplo de como
la globalización ha estimulado la concentración de la riqueza y la desigualdad.
En 1994 el número de mexicanos supermillonarios según la revista Forbes era de 24. Esto refleja un
crecimiento geométrico si se considera que en 1991 figuraron únicamente dos, al
año siguiente esa cifra se elevó a 7 y en 1993 llego a 13, lo que significa en
1994 otros 11 acumularon una riqueza que, en moneda nacional, equivale por lo
menos 3 mil 390 millones de nuevos pesos per cápita, al tipo de cambio de ese
momento. En la actualidad México ocupa el cuarto sitio entre los países con más
multimillonarios, después de Estados Unidos, Alemania y Japón (Monroy M;
1995:27).
En el caso de los países
latinoamericanos, estamos viviendo una profunda crisis económica, política y de
valores, de dimensiones tal vez nunca antes vista en la época contemporánea. De
esta crisis no está emergiendo un esquema nuevo, liberador de la opresión
colonial. La globalización está reforzando la dependencia del modelo
neoliberal, que está acentuando las diferencias socioeconómicas.
Las consecuencias de este modelo
neoliberal las estamos experimentando con claridad. La población
latinoamericana contenía en 1993 un 32% de hombres y mujeres en la pobreza,
según el SELA. De esa población, un 10% se encuentra en desempleo abierto y
cerca de un 50% de la población económicamente se encuentra en el subempleo.
La situación está muy lejos de
resolverse bajo la perspectiva de este modelo, aunque existen logros relativos
bajo el compromiso de la Declaración del Milenio de abatir la pobreza al 50% en
2015. Simplemente los 196 millones de latinoamericanos que viven en la pobreza
(con ingresos inferiores a los 60 dólares mensuales, de entre los cuales hay 94
millones en situación de pobreza extrema) y el eso ingente de una deuda externa
alrededor de 530 mil millones de dólares no han encontrado opciones de salida
en este modelo; al contrario, en las dos últimas décadas tanto la pobreza de
los habitantes como la deuda externa se han incrementado de manera notable,
paralelamente al crecimiento de las fortunas de un puñado de millonarios
(Medina, 2012).
Para el 2008, según la CEPAL, el
33.2% de los latinoamericanos Vivian en pobreza (definido como no tener
suficientes ingresos para satisfacer sus necesidades básicas), de los cuales el
12.9% se encontraba en situaciones de extrema pobreza; ello quiere decir que
uno de cada tres latinoamericanos era pobre, y uno de cada ocho vivía en
extrema pobreza (definido como no ser capaz de cubrir sus necesidades
nutricionales básicas, aun si gastaran todo su dinero en alimentos) (CEPAL,
2008). Y junto a esto, seriamos la región más desigual del mundo.
Ante el duro embiste que ha
representado el fenómeno de la globalización en América latina, retomamos de
nuevo las ideas de Emilio Masero cuando, en el marco necesario de la
mundialización, habla de la necesidad de realizar un proyecto propio los
latinoamericanos y caribeños que genere una arrolladora dinámica centrípeta. Es
necesario que los líderes de la región implementen políticas regionales que
sirvan de contrapeso al fenómeno neoliberal. El ALBA (Alianza Bolivariana para
los pueblos de Nuestra América) es una alternativa que hasta el momento ha sido
insuficiente.
Lo ideal es buscar un proyecto de
integración con características latinoamericanas, no subordino al destino
manifiesto del Norte. Mientras que el ALCA (Alianza del libre comercio de las
Américas) representa la globalización, el otro proyecto es de índole y alcances
comunitarios. Solo un proyecto con estas características, que sirva como contra
respuesta a las consecuencias que ha traído el neoliberalismo en nuestra
región, es la mejor respuesta y propuesta para una inserción activa, creativa
con nuestra propia identidad y determinante dentro de un inevitable proceso de
interdependencia mundializante.
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